Alfredo

Ramón Gómez de la Serna conoció la gloria en vida, y con toda justicia; Alfredo González (Agüeria, Asturias, 1933), por suerte todavía vivo y coleando, nació ya con la gloria que confiere el don de un dibujante a quien no parece agotársele el talento o la fuerza ante cualquier proyecto. Lo cierto es que ambos se complementan muy bien. Y ambos son lo que cualquier artista aspira a ser: deslumbrante, auténtico y original.

Alfredo debe dibujar sus memorias. Está a tiempo. Será un legado que nos permita recordarlo por sí mismo tal como es, o como cree ser. Pero aunque insisto para que lo haga antes de que sea demasiado tarde, no parece tener ninguna prisa. Ahora lo entiendo: se resiste a dibujar su propia vida para seguir viviendo y pintando sobre otras vidas. Alfredo quiso ser maquinista de Renfe, conductor de camión y también futbolista. Se quedó en fraile dominico, estudió teología y filosofía, y aunque abandonó la orden en el último momento, sin duda agradecido por sus enseñanzas, lo arrastró una vocación de hombre con mujer a su lado. Trabajó con un sastre algo canalla en el Madrid de los años duros, se marchó un tiempo a Venezuela y regresó al mundo de Quevedo, de Gracián, de Goya y de Ramón, como reflejan algunas memorables anécdotas de viajes que hicimos juntos por España y el extranjero y que nadie podría dibujar como él.

En una aldea abandonada de León, un vecino entrado en años y resentimientos había perdido una mano por un mordisco de su propio burro. El tipo mató cruelmente al animal. A nosotros nos permitió acercarnos para entrevistarlo y dibujarlo. Pero cuando Alfredo empezó su trabajo, el hombre agarró y alzó un grueso palo con la mano que le quedaba y tuvimos que salir por pies antes de que nos partiera la cabeza. Corrimos monte abajo como nunca habíamos corrido ni correremos jamás. En Moscú estaba Alfredo dibujando el ballet Bolshoi cuando sufrió un aparatoso desvanecimiento. Alfredo mide casi dos metros, y la caída fue espectacular en mitad del patio de butacas y en plena danza de la compañía. Enseguida acudió de muy mal humor el médico del teatro quien, sin pensárselo dos veces, le sopló semejante bofetada al desvanecido dibujante que aún dudamos si lo hizo para devolverlo a la vida o para humillarlo al más puro estilo soviético. Alfredo culpa de ello al KGB…

Ignacio Carrión


Autorretrato del autor