Ferrer, Pedro Luis
¿POR QUÉ LA POESÍA?
No creo que pueda responder directa y tajantemente, pues todo está tan entrelazado que es casi imposible separar lo poético de lo musical. Nací bajo la influencia directa de mi familia paterna, cuya devoción por la poesía clásica española y el poemario nacional criollo, el cancionero lírico trovadoresco eran pan diario. Siempre bajo un equilibrio riguroso entre el drama y la festividad. De tal suerte, cuando escribo me resulta imposible divorciar estas dos caras de la vida. Tuve la dicha de lagrimar bajo un poema de amor y de carcajear por las ocurrencias simpáticas de las décimas de mi padre. Cierto que uno no puede explicárselo todo, ni puede encontrar siempre la causa exterior que explica nuestra sensibilidad y vocación; pero, sin dudas, en nuestra vida existen acontecimientos cotidianos que tienden a reforzar o debilitar el desarrollo vocacional. En mi caso, hubo un contexto amplio y diverso que me hizo disfrutar a plenitud tanto lo festivo como lo dramático. El Yaguajay natal de mi infancia-adolescencia me proporcionó particularidades con las que me identifiqué instintivamente; muchas de ellas luego renegadas por un tiempo en mi temprana juventud habanera, para luego ser recuperadas mediante un lento proceso de decantación y reconciliación. Sería largo de contar.
Para evitar que esta leve exposición caiga en una excesiva abstracción, procuraré narrar algunas vivencias del contexto donde crecí y ciertas rutinas que siento me marcaron. No puedo omitir, por ejemplo, el placer que experimenté tempranamente cuando escuchaba algunas canciones festivas populares, como aquella simpática que entonaba magistralmente Celia Cruz: «Burundanga le dio a Borondongo / Borondongo le dio a Bernabé…»; aquellas antológicas guarachas del trío Matamoros cuyos estribillos repetían «suelta la muleta y el bastón y podrás bailar el son», «Son de la loma y cantan en llano»; el doble sentido de un Nico Saquito con su «cuidadito compay gallo»; el cúmulo de dicharachos callejeros que permeaban el cantar isleño, las décimas jocosas de mi padre Rodolfo y mi tío Raúl, que incentivaron mi imaginación recreativa y me llevaron a componer a comienzo de los años ochenta un racimo de temas guaracheros: Cómo me gusta 'hablal' español, Mario Agüé, Inseminación artificial, y muchas otras que marcaron un cambio sustancial en mi proyección creativa. Hasta ese momento había escrito algunas canciones festivo-reflexivas como Al que le sirva el sayo y el Son de la suerte esdrújula, esta última dedicada a la ingeniosa chilena Violeta Parra, autora de la Mazúrquica modérnica: «Me han preguntádico / varias persónicas…». Una obra que hace gala de una magistral ironía, un recurso que me resultaba familiar por haber estado rodeado de abuelos y tíos paternos irónicos y burlones, a quienes disfrutaba en demasía. En lo que respecta al uso de las palabras esdrújulas, ya venía impactado por Miguel Matamoros, alumbrado compositor cubano, con su guaracha sonera El paralítico: «Veinte años en mi término / me encontraba paralítico / y me dijo un hombre místico / que me extirpara el trigémino». Lo que intento decir es que una gran parte de mi obra se basa en ensayos y aprendizajes, intentos de usar a mi manera las técnicas y maestrías que más me han conmovido. Por eso siempre digo que, más que un creador, me considero un recreador.
Desde que tuve uso de razón, creo haber percibido una buena parte de las esencias artísticas y poéticas que con el tiempo han ido irrumpiendo en mis canciones, debido quizás a la convivencia cotidiana con la diversidad de personajes que conformaban mi familia más cercana. Unas veces mediante su propia característica personal (irónica, teatral, burlona); y otras, desde la práctica artística que ejercían a diario como poetas, músicos, escritores…, donde el lirismo también era cultivado con rigor. Baste citar una estrofa de un poema de mi tío Raúl para dar fe de esta cosmología:
Como un arriero de las mariposas
podrás atravesar el monte espeso
cuando regreses limpio desde todas las cosas
y ya no te preocupe más que eso.
Porque es obvio que uno no surge de la nada. La primera décima simpática que aprendí de memoria en mi infancia (y sin tener la más remota idea que era una décima) fue escrita por mi padre Rodolfo, dedicada a mi madre Hilda. Mi apodo de niño en mi Yaguajay natal era Menelao (asunto familiar que requiere otra historieta). La décima decía:
Hilda, dame la toalla
mira que muero de frío
y pa’ ti va a ser un lío
que tu marido se vaya.
Lo juro por tu medalla,
que lo tanto que yo lucho
es por llenar el cartucho
donde llevas los manda’os;
mira que los Menelaos
son tres y que comen mucho.
Mi tía Lilia (síntesis católico-espiritista) era quien me enseñaba a recitar los poemas y décimas de mi tío Raúl Ferrer: Romancillo de las cosas negras, Romance de la niña mala, Salió mi patria en febrero… No bastaba con que los leyera: debía aprenderlos de memoria. Y me hablaba del contenido, las enseñanzas éticas y morales que encerraba cada texto. Ella no era muy propensa al humor, más bien se inclinaba al drama. Tío Pfeifer, austriaco casado con ella, era veterinario y disfrutaba solamente del humor aleccionador. Solía burlarse de la tontería criolla. Aficionado al violín y la astrología, metabolizaba críticamente con la cubanía haciendo siempre un distanciamiento decantador, pero profundizando en ella quizás más que el cubano medio. Al percatarse de que yo tenía cierta tendencia a repetir cuartetas obscenas y carentes de ingenio —aprendidas con los amiguitos en la calle—, procuró ejercer su influencia positiva proponiéndome una obscenidad menos inconsistente, más intelectual y analítica. Rememoro una de esas estrofas que me facilitó Pfeifer, cuyo autor desconozco.
Dígame señor Catulo,
usted que es medio letrado:
¿en qué consiste que el mulo,
teniendo redondo el culo,
echa el cagajón cuadrado?
Mi abuela paterna, Inocencia Pérez, sabía muchos trabalenguas y especies de jitanjáforas, estrofas muy musicales que parecían no tener sentido lógico y que yo aprendía con golosa rapidez. Creo que de ahí me viene ese constante deseo de jugar con las palabras y reconstruirlas. Cuando escribo canciones como Pisotea la cucaracha, siento la presencia de mi abuela, como si la percibiera disfrutando conmigo cada palabra reinventada. Así, la creación festiva deviene también un recurso de equilibrio afectivo y emocional.
La cucaracha es antígiena
ascrosa fuente de crobios;
trasmite las enferménides
si trepa por los alímenos.
Mi abuelo paterno, Vicente Ferrer (tocayo del predicador santo valenciano), además de ironizar y mortificarme como si él también fuera un niño, se la pasaba improvisando personajes que inspiraban unas veces lástima y otras burla (actor silvestre), e insistía en retarme con una ristra interminable de raras adivinanzas.
Con el tío Rafelito, hermano de mi padre, conviví más en mi temprana adolescencia, cuando yo desertaba del aula habanera (secundaria básica) y me refugiaba largos meses de 'vacaciones' en Yaguajay. Él disfrutaba a plenitud recibir en penumbra los anocheceres, cantando sutilmente con su guitarra sus propias melodías. A juicio mío, él aplica entre los mejores compositores de canciones cubanas de la década del cincuenta. Su obra es inédita. Los acordes de sus canciones, dibujados rigurosamente en unas cartulinas donde unos punticos negros señalaban la posición de los dedos, fueron la base de mis primeras incursiones compositivas. Él me traspasó la curiosidad por componer mis propias inquietudes. Para mí fue importante ver que en casa, de la misma manera en que se hacían buñuelos y arroz con leche, también se cocinaban canciones y poemas para el disfrute espiritual.
Pedro Luis Ferrer