Auladell, Pablo

A propósito de un cuaderno de campo

 

En veintitantos años de profesión, me ha ocurrido varias veces que algún proyecto se engarzaba con otro de una manera asombrosa, casi como obedeciendo a un plan secreto, como si me hallara enredado en una investigación interminable donde siempre brotaba una nueva rama por la que andarme. Y así es que, desde que terminé la adaptación de El Paraíso perdido allá por 2015, no he salido ya del infierno ni he dejado de volver la mirada sobre Arcadias en ruinas, parameras del Hades desde donde puede contemplarse todo con lucidez inusitada.

En las dos películas que dibujé para Gonzalo Suárez, por ejemplo, no hago sino dialogar gráficamente con los fantasmas de la historia y de los mitos; en Potemkin, regresé por unas páginas al nacimiento de un paraíso, para descender de nuevo a las desolaciones del alma en Lubianka; y en Jinetes y Ofrendas, una serie de obras de gran formato para galería en la que trabajo desde hace unos años, he tratado de comprender el fragmento de mundo que me ha tocado vivir (fronterizo con una nueva era que aún no se ha manifestado del todo, pero que ya ha enviado sus heraldos, con lo que puede adivinarse «qué sombra espera bajo los arcos del sol al fin de Nuestra Edad» [Valle-Inclán: La lámpara maravillosa]), sirviéndome de una máscara poética y arcaica, lo que me ha permitido tener una visión de mi tiempo desde los límites de la actualidad, sin caer en su sortilegio de inmediatez y ruido. Dejé constancia de todo esto en las notas  y dibujos de otro cuaderno: Cuaderno Arcaico Muralis. Me parece evidente, ahora que desde estas palabras puedo ver con distancia mi labor de los últimos diez años, que de nuevo unos libros han llamado a otros, se han pasado entre ellos una silenciosa antorcha, un testigo misterioso, y que todo ese aprendizaje, todas esas idas y venidas en decenas de dibujos y ensayos, ha sido crucial para adiestrar la mirada que ahora, en estas páginas, miran ustedes.
Cuando Media Vaca me propuso trabajar en el presente libro, descartamos enseguida trufar estos quince relatos con un número igual de ilustraciones que apenas sirvieran para dar una visión explícita de la que unos textos, ya tan gráficos en su escritura, no tenían ninguna necesidad. Conforme Felipe Mejías nos iba mostrando los avances de su investigación arqueológica en el campo de prisioneros de Albatera, al ver esas fotos donde una excavadora remueve la tierra y se señalan los hallazgos con jalones, sería otra la idea que terminaría por imponerse:

[…] ¿y si se trata también de desenterrar estos cuentos? Los estamos recuperando después de un larguísimo olvido. Están llenos de barro, lluvia, intemperie, pedregales, frío y un desconsuelo muy parecido a esa hora en la que han sido tomadas las fotografías, como de última hora de la tarde en verano, esa penumbra luminosa de los rescates.
[…] que la superficie del papel sea una borradura llena de arañazos, barridos, corrimientos de grafito…, de donde literalmente emergen, son hallados, son desocultados los relatos, los dibujos de los relatos.

Como es mi costumbre, fui probando en un cuaderno todas estas especulaciones, los primeros tanteos, mientras leía los textos de Jorge Campos y los numerosos mensajes que Felipe me enviaba, día sí y día también, instruyéndome, con una generosidad y un dispendio de su precioso tiempo verdaderamente encomiables, en todo lo que podía deducirse de cada nuevo hallazgo. Esos mensajes de Felipe me dieron valiosísimas pistas poéticas, una vez que yo los desproveía de su carácter más científico o documental. Y, entonces, reparé en un detalle que se repetía en muchos de los cuentos:

Encontré en los relatos una serie de cotidianidades, de pequeños gestos, de cosas muy modestas, una arqueología de lo sencillo y de los sencillos: unas naranjas, un pedazo de pan, una alcachofa, un plato de loza, un arrocito, un huevo… Parecía que el horror y la barbarie quedaban conjurados con estos prodigios, en principio, tan poco llamativos. Que las gentes que nunca debieron estar enfrentadas venían en ellos a reconciliarse. Y así, los jalones no informan de las proporciones de esos objetos como tales, sino que, más bien, dan la medida del miedo, del desamparo, de la desesperación... y también nos dicen cuánto mide una mano tendida, un dar cobijo, los centímetros de compasión que hay en una fruta.

Vicente Ferrer propuso que el trabajo de ilustración se basara en la reproducción del cuaderno mismo (sobre todo, a raíz de nuestra visita al campo) y, aunque al principio me creó algunas dudas, después me pareció una buena opción: de esa manera, ilustrar los cuentos de Jorge Campos consistiría en construir una caja de resonancia donde quedara amplificada y ramificada su voz, más que en disponer un coro estéril que repitiera el estribillo de alguno de los pasajes:

Visito, por fin, el campo el lunes 30 de enero de 2023 […]. Enseguida me llaman la atención dos cosas: unas garcillas blancas que vuelan por allí y un huerto de granados, desnudos en esta época del año. Cuando me acerco a los árboles, veo por el suelo algunas granadas muy oscurecidas, completamente secas, como momificadas. Tienen algo de hallazgo arqueológico, también, y otro algo de proyectil y humo.
De manera que me encuentro en un Hades. Esta llanura silenciosa (todo llega como amortiguado, incluso las voces de mis compañeros en cuanto me alejo unos metros) que el sol baña con una luz casi metafísica; el huerto de granados con su fruto oscuro; esas aves blancas, como almas… (Felipe me dice que el huerto es reciente, estos árboles no estaban entonces, con lo que me corta el vuelo poético, como es aconsejable).
Me dispongo, entonces, a atender la lección de los muertos, que aquí se entiende con lucidez atroz. (Unos como ecuatorianos, con grandes sombreros y ropas de colores vistosos, recogen remolacha o algo así en unos bancales muy verdes, un poco más lejos). El mundo gira alrededor del campo, pues, pero aquí se ha quedado algo enquistado, estancado. Aquí, si se cruza, está uno verdaderamente del otro lado de la vida.

Pablo Auladell