Lluïsot

Un día me largué a viajar, a ver mundo. Dispuesto a comerme el mundo o a ser devorado por él. Soñaba con tener agallas para hacerlo desde que nací. Corté amarras y, sin ninguna ruta prevista pero con un año por delante, compré un billete a Bangkok. Acabé escribiendo y dibujando 8 diarios de viaje, pinté 6 cuadros de gran tamaño en una isla perdida, hice 56 dibujos a color de todos los paises que visitaba, en Tokyo me pegué la gran vida con el dinerillo que sacaba haciendo caricaturas en la calle y en Calcuta me salió este reportaje gráfico de 45 dibujos. Vivencialmente, sólo este año, supera con creces todo lo vivido durante los 37 anteriores, todos juntos. Es como si a una persona vulgar y corriente como yo le comprimieran, en un solo año, lo que estaba previsto que viviera a lo largo de toda su vida. Amores, desamores, soledades, paisajes, lluvias, puestas de sol, selvas, desiertos, riqueza, pobreza, miseria, glorias, tragedias, esperanzas y desesperos, y esta extraña sensación de sentirte vivo cada segundo del día. Te desaparece el pasado, ignoras si habrá algún futuro y, a la que te descuidas, el presente se te escurre de las manos como granos de arena.

Tardé un año en volver a casa. Mejor dicho, no he vuelto, sólo estuve por casa de paso. La droga del viaje ha sido inyectada en mis venas y sé que, aunque tarde o temprano habré de pasar 'el mono' de pararme en algún rincón del mundo, por el momento sigo persiguiendo a los 'camellos' que trafican con billetes de avión, de autobuses, de barcos que navegan por ríos, de elefantes que atraviesan junglas o de camellos que te cruzan el desierto.

Uno sale a viajar no para ganar algo, sino para perderlo todo. Tampoco se trata de aprender nada, sino de desaprender todas las chorradas que te han enseñado y que, ahora, ignoras cómo alguna vez te las llegaste a creer. Descubres que la madurez se encuentra en la inocencia en estado puro, y recuperas el niño que un día intentaron matarte con la gran mentira de que los Reyes Magos no existen. Hasta que un día descubres que precisamente ésa es una de las pocas cosas que realmente sí existen... ¡¡¡Y son más de tres!!!

Recuperas esta ilusión de volver a ver el mundo con los ojos de un niño que no entiende nada de lo que ve ni de lo que le rodea, pero disfruta de todo ello precisamente por esto, porque todo es siempre nuevo y sorprendente. Y ya no piensas permitir que nadie te mate esta ilusión si no es pasando por encima de tu cadáver.

No existen casualidades, sino causalidades, y con la perspectiva de la distancia ves todo lo sucedido como una telaraña perfectamente entretejida para que vivas todo lo que has de vivir, si sabes dejarte llevar. En uno de estos entretejidos, conocí en Bangkok a una navarrica que venía con sobredosis de energía desde Calcuta. Me habló de Madre Teresa y compré un billete para Calcuta para vivir en directo uno de los mitos kitsch del siglo XX.

Allí descubrí que lo de Madre Teresa nada tiene que ver con la imagen que nos escupen los medios de comunicación, con la pura y dura realidad. Si alguien no ha salido nunca de casa, no le recomiendo que este sea el primer viaje que haga. Hay cosas que para poder soportarlas, aunque sea visualmente, necesitan un cierto aprendizaje vivencial.

Tuve suerte. En el cutre aeropuerto de Calcuta, nada más llegar, una inglesa de piel blanca y pelo rubísimo esperaba también las maletas junto a los 6 guiris a los que el azar nos había juntado. –¡Esperad un momento! –nos dijo–. ¡Aspirad fuerte! –respiró con profundidad– Aaaaah... ¡¡¡Huele a India!!! –exclamó con cara de salir de un orgasmo. La entendí. Ya había paseado por la India durante tres meses en un anterior viaje. Sí, esta es una sensación que sentimos todos los que alguna vez quedamos atrapados por la India.

Llegué, me instalé en el Salvation Army de Sudder Street a 50 pesetas la cama por noche. En esta calle compartí la vida durante un mes con mendigos pululentos, niños abandonados, ratas, monzones que convertían todo aquello en una improvisada Venecia de barro y basura flotante; con toda una fauna de viajeros tatuados y llenos de piercings, voluntarios de todo pelaje, pardillos, aventureros y más de un desalmado.

Ignoro cómo en medio de este escenario pude haberme sentido tan feliz... ¡¡¡pero lo fui de verdad!!! Hice amigos por los que darías el pellejo. Viajeros y voluntarios de una dimensión humana que rara vez das con ellos por la vida. No soy quién para hablar de la obra de Madre Teresa, pero acabas amando a aquella diminuta mujer y a su capacidad para levantar todo aquello. Estuve un mes allí de voluntario, no movido por mi alma caritativa (de la que creo que carezco) sino más bien por un afán periodístico, por decirlo de alguna manera.

Madre Teresa empezó su obra en 1952, según cuenta la leyenda (y me la creo), cuando, paseando por las míseras calles de Calcuta, vio a una mujer agonizando, todavía con vida, mientras las ratas se la estaban comiendo sin esperarse a que muriera. Empezó su obra con la intención de dar la oportunidad de tener una muerte digna a los más pobres del mundo. El sacerdote hindú de KALI GHAT (templo de KALI, la Diosa de la muerte y la guerra) le cedió unas habitaciones. Se le puede criticar a Madre Teresa que su obra no sea más que poner una tirita a un tumor cancerígeno, pero por algo se empieza. Y si hay que criticar algo a alguien, más vale enfocar la vista a las más altas esferas de poder y a los prejuicios kármicos y religiosos de la sociedad hindú.

Actualmente, la obra de Madre Teresa abarca 638 casas en 123 países. En Calcuta hay varias casas de ayuda, no sé cuantas (como reportero soy bastante patata). Las hay para tuberculosos, niños descapacitados, mujeres maltratadas, personas con deformaciones físicas y mentales, moribundos, leprosos y todo el repertorio de atrocidades que produce la miseria.

En el mes que trabajé como voluntario sólo estuve en las casas de PREM DAN, PREM NIVAS, KALI GHAT y DAYA DAN. No dio para más. Hice una vida intensa en Calcuta. Me levantaba a las 5 de la mañana para asistir a misa de 6 en Casa Madre. Desayuno a las 7 con el resto de voluntarios, y a las 7'30 empezaba a trabajar hasta la 1'30. De 4 a 6 daba clases de español a cuatro sisters que iban de misión a Sudamérica. Después escribía mi diario y hacía los dibujos que componen este libro, hasta la 1 de la noche. Me costó encontrar el punto exacto a aquellos retratos. Quería retratar a los pacientes de las casas en las que trabajaba, pero el respeto que me merecían aquellas personas me frenaba el trazo. Me costó. Quería plasmar con líneas y manchas, no sólo su carga humana y dignidad, sino también reflejar sus terribles circunstancias, su mal karma, como lo entienden ellos. Empecé con miedo y sólo me salían dibujos ñoños o, en el mejor de los casos, sólo políticamente correctos.

Pero tuve suerte. Durante tres días sufrí unas extrañas fiebres y bajo su efecto, más o menos delirante, sufriendo en mi propio pellejo la enfermedad, me empezaron a salir estos dibujos, con mucha más garra. Pillar «algo» haciendo de voluntario allí, es casi obligatorio. Lo mío no fue nada. Mi compañero de habitación, Álex, pilló unas fiebres con vómitos y diarreas que le hicieron perder 7 kilos en 3 días. Otros volvieron a sus casas con malaria o infecciones purulentas de origen desconocido.

Creo que estos dibujos reflejan bastante bien la realidad que allí se vive. Algunos voluntarios, al verlos, empezaron a ser conscientes de todo lo que nos rodeaba, y que la vista, siempre selectiva, nos maquilla para poder soportar según qué visión. Y es que llega un momento en que, de tanto pasear por las calles misérrimas de Calcuta, siempre rodeado de suciedad y miseria humana, el entrar en una casa de Madre Teresa te parece que es entrar en un oasis de paz, limpieza y abundancia de comida.

Tras cada dibujo se esconde la cruda realidad de un ser humano, por eso todos los dibujos llevan el nombre de la persona (cuando se conocía, ya que muchos no hablaban). A la izquierda del dibujo va el nombre de la casa donde eran atendidos, y a la derecha la fecha en que los dibujé. Algunos de estos pacientes he sabido posteriormente que han muerto. Siento un dolor especial por los niños, uno muerto por tuberculosis y otro por malaria.

Los dibujos no están ordenados cronológicamente, sino según las distintas casas en las que estuve. En la parte izquierda van los dibujos preliminares, los bocetos que hacía en mi diario para después realizar el dibujo definitivo.

Un día, haciendo uno de estos dibujos a uno de los pacientes de KALI GHAT, la casa de los moribundos, éste murió mientras le estaba dibujando la boca. Fue un momento desgarrador que no creo que olvide mientras viva. Me había acostumbrado a dibujar aquellos cuerpos esqueléticos. Aprendí muchísimo de anatomía, puesto que los huesos quedaban a la vista y las venas abultaban con claridad.

Otro día, afeitándome, descubrí que mi cara tenía los huesos tan marcados como los de ellos y podía ver palpitar las venas de mi frente. Me alarmé, me saqué la camiseta y observé que todas las costillas me quedaban escandalosamente marcadas. Cogí papel y lápiz y dibujé este autorretrato. Llevaba 6 meses de viaje, había salido con 85 kilos, y ahora sólo pesaba 60... ¡¡¡Por fin me había librado del exceso de carga con que te hincha la sociedad occidental!!!

El día que visité PREM NIVAS, la casa de los leprosos, a 15 km. de Calcuta, conocí a Yoko, una japonesita que también escribía y dibujaba un diario. Quedé fascinado por la meticulosidad y exactitud de su trazo, y más teniendo en cuenta que a sus 32 años era la primera vez que dibujaba. Nuestro amor a los viajes y nuestro amor por el dibujo nos arrastró a lo inevitable: nos enamoramos mutuamente. Sus dibujos también están incluidos en el libro, aunque ella sólo trabajó en DAYA DAN, con los niños.

Este libro pretende ser un homenaje a todos los pacientes de Madre Teresa que con su nobleza y dignidad, que no resignación, te enseñan y dan mucho más que lo que tú les puedes dar. También a todas las sisters que conocí y dedican su vida a esta causa. A los voluntarios que lo son de corazón, a Marlies (la navarrica), a Julián (de Burgos), que ya está enganchado a Calcuta, a los viajeros Carmen y Eduardo, al místico Oriol, a la increíble Lorraine de Australia, a Álex y las inolvidables tertulias que compartimos...

Y por supuesto, a Yoko, la dulce japonesita... Y es que uno no encuentra cada día un amor en una leprosería de Calcuta.

Lluïsot, 26 de marzo de 2000

Autorretrato del autor