Olivares, Javier

COSAS QUE RECUERDO

Desde que era muy, muy pequeño, me he visto siempre dibujando. De hecho, cuando intento remontarme más atrás de las primeras sensaciones plásticas, prácticamente no recuerdo nada. Dibujar era la actividad que más me gustaba, aunque entonces no tenía conciencia de que eso pudiera ser una profesión; era para mí algo tan natural como lo era el saltar, cantar o jugar para los otros niños.

Aún conservo, en bastante buen estado, unos libritos ilustrados que hacía con otro compañero. En ellos contábamos las aventuras de unos personajes llamados «los Audaces del Espacio» y llegamos a dibujar quince o veinte. Eso sería en tercero o cuarto de básica; debíamos tener nueve o diez años. Aún resuenan en mis oídos las broncas que mis padres (privilegiados testigos de mis primeras «obras») me echaban con frecuencia por llenar de dibujos los libros de texto que debían heredar mi hermanos.

De la infancia no conservo un recuerdo especialmente bueno. No me gustaba nada la obligación de veranear donde decidían otros, llevar la ropa que tu madre te imponía (¡la moda de los setenta!) y cosas así. Lo de ir al colegio lo empecé a llevar mal bastante pronto. Una frase, que mi padre atribuía por sistema a casi todos mis profesores, acompañó mis años escolares: «Este niño es muy inteligente, si quisiera sacaría muy buenas notas, pero es muy vago». No era realmente un niño vago. Nada más llegar a casa me sumía en una febril actividad: jugaba con mis muñecos, dibujaba, leía tebeos, construía portaviones y naves espaciales de cartón con mi hermano y mil cosas más. Era la falta de interés por lo que me contaban en la escuela (y, sobre todo, por la forma como lo contaban) lo que me apartaba de ese mundo.

Yo era un niño rubito, tímido y distraído, pero los dibujos me granjeaban la simpatía de los otros chicos; leían mis tebeos. Incluso llegué a dirigir un periódico, hecho a mano, que salía todos los meses. En un mundo tan cruel como el de la escuela, lleno de temibles abusones y con el espontáneo regocijo estallando ante el menor ridículo, el saber dibujar suponía una pequeña capa protectora.

De mis compañeros de colegio recuerdo mejor sus nombres que sus caras, probablemente por la costumbre de «pasar lista», implacable letanía con la que nos torturaban todos los profesores. Además, a mis amigos no les veía nada más que en el colegio. No salía a jugar a la calle, pues vivía en un barrio sin parques y a mi madre le aterraba el mundo exterior, así que mi casa era el lugar de mis juegos.

Una fría mañana, en el inmenso patio de la escuela, recuerdo haber sido testigo de una angustiosa escena, cuando el jefe de estudios echó, con muy malos modos, a un pobre hombre que vendía mantecados durante los recreos. Los llevaba en una pequeña cesta y todos nosotros le habíamos comprado alguna vez, incluso algunos profesores. Era un pesonaje que casi formaba parte del colegio. Yo no podía entender por qué aquel hombre era tratado así, delante de todos los niños. Durante el tenso forcejeo, el hombrecillo ofreció un mantecado al jefe de estudios y éste lo apartó de un manotazo mientras le empujaba hasta la salida. Es curioso, pero no he podido olvidar esa imagen: aquel vendedor ofreciendo un mantecado al furibundo profesor. Nunca supimos por qué lo echaron de aquella manera.

Fue más o menos en esa época cuando me di cuenta de que un mantecado, pese a su aspecto pétreo, es algo sumamente frágil. ¡Cuántas veces se me deshicieron entre los dedos antes de llegar a la boca! Hasta que alguna persona mayor me enseñó a comerlos y me explicó que había que apretarlos con fuerza antes de quitarles el envoltorio para conseguir una consistencia manejable.

Javier Olivares

Autorretrato del autor