Las farolas de Rubielos
«Rubielos de Mora» es un título de cubierta tan exacto y escueto que puede desconcertar al lector no habituado a las exquisitas publicaciones que, en su larga trayectoria, vienen ofreciendo los editores de Media Vaca. Sin embargo, ya en las primeras páginas del libro encontramos la explicación a la simbología gráfica de la portada, breve incluso en la función del color (amarillo, azul y negro, ¿para qué más?). «Rubielos a la luz de sus farolas» reza el sustancioso prólogo a cargo de Vicente Ferrer, que en cierto modo despeja la atmósfera algo enigmática y con aroma misterioso que envuelve el tema en cuestión; pero admitamos de entrada que tampoco la iluminación es el asunto que nos ocupa. La mirada de Juan Carlos Leguey, en colaboración con un proyecto editorial convertido en feliz realidad, facilita la observación pormenorizada de una curiosa manifestación creativa de carácter popular íntimamente relacionada con la villa de Rubielos. Se trata de las numerosas siluetas realizadas en hierro a pequeña escala que sirven de remate al tradicional modelo de farola utilizada en el alumbrado público. Sin duda, el esfuerzo fue colectivo y son conocidos los nombres de artesanos y talleres que intervinieron tanto en el diseño como en la ejecución de todo el conjunto.
Sin pretender establecer un indiscutible contexto en el que situar el arte popular (¿cultura popular?, ¿sociabilidad popular?, ingenuismo, naíf…), nos parece conveniente recurrir a un par de ejemplos por su naturaleza semejante a la intervención con voluntad artística en las farolas de Rubielos. Así, en la pequeña localidad de Sapanta (Rumanía), a escasos kilómetros de la frontera con Ucrania, se puede visitar el famoso Cementerio Alegre. Un colorista y divertido espectáculo en el que los enterramientos se distinguen por decoraciones de gran efecto enmarcando siempre una imagen del familiar en escena pintada a mano sobre la causa del fallecimiento. Estas pinturas de Sapanta nos recuerdan la riqueza y abundancia entre nosotros de los exvotos religiosos que fueron desapareciendo a manos de coleccionistas y con presencia residual limitada a santuarios y pequeños espacios de exhibición. Y no deja de sorprender el desarrollo y auge que ha experimentado el exvoto mexicano hasta crear escuela. Pese a la formulación basada en el puro disparate, lo cierto es que siguen siendo muestras de agradecimiento y devoción. En una de estas ofrendas delirantes puede leerse el siguiente texto: «En el camino a Tepoztlán nos encontramos con un grupo de marcianos verdes que quisieron detenernos, pero gracias a la Virgen de Guadalupe nos escapamos sin que nos agarraran». Quiero también recordar el bastón de pastor visto en la visita a un anticuario de Turégano (Segovia). Tallado a punta de navaja, desarrollaba mediante minúsculas viñetas distribuidas a semejanza con la Columna de Trajano, un documental conmovedor sobre el oficio de su dueño. Como curiosidad próxima, añadiré que dos cayados semejantes se conservan en la sección de Etnografía del Museo Provincial de Teruel. Es probable que pasen desapercibidos.
Volviendo al contenido de nuestro libro, conviene añadir que el principal valor de la admirable figuración que lucen las farolas comentadas reside en el auténtico lujo para el agradecido espectador de no ser contempladas en ningún museo, sino en el lugar preciso que ocupan en las calles de Rubielos.
Miguel Calatayud