Antecedentes

01- Los comienzos de las publicaciones infantil-juveniles van ligados al didactismo y la transmisión de la moral. El ingrediente recreativo y fantasioso ocupa un lugar secundario cuando no inexistente. Este tratamiento civilizador del joven comienza a principios del siglo XX bajo la férula de pedagogos e instituciones religiosas que, generalmente, consideran al infante como un receptáculo vacío al que rellenar, limpiándolo de las impurezas del instinto salvaje propio de su naturaleza perversa. Se trata, pues, de metamorfosear al niño de caótico a ordenado y de fiera a ciudadano.

La edición de libros y revistas para la infancia ha dado un tipo de producto subsidiario y apéndice del libro de texto. Sólo a mediados del siglo XX se irá desprendiendo paulatinamente de su ejemplaridad para encaminarse hacia un didactismo aparentemente más aséptico, puesto que la entronización de la ciencia como ética se generaliza. No obstante, esta aparente objetividad no es más que otro enfoque de identidad moral donde, curiosamente, lo fantástico queda aún más relegado que en el cuento formativo donde, al menos, irrumpía como metáfora.

Es ya en nuestros tiempos cuando el enfoque cambia hacia la apariencia de un falso relato de lo cotidiano influenciado por lo sociológico y su culto a la realidad aparente. Una visión, pues, civil frente a la religiosa o metafísica que, más abstracta permitía las irrupciones fantásticas y terroríficas que emergían de los miedos colectivos. Este culto actual a la realidad no es más que otra forma de didactismo formativo encaminada a la formación del buen ciudadano. El sacerdote es sustituido por el psicólogo, ambos, seres castradores con idéntica fe en un querer explicarse un mundo ordenado.

Estos distintos enfoques que se han venido dando en la edición hacia el joven, los distintos productos a través del tiempo reciente, parten de una misma base inamovible:  la falsa creencia en que el mundo es ordenado y evoluciona hacia lo excelso; y el adoctrinamiento paulatino a que el lector lo crea también. Bajo este aspecto el relato juvenil no han variado sino en la forma, peregrina manera de cambio. Lo caótico, lo no ordenable en receptáculos prácticos nunca ha sido del agrado de las instituciones religiosas en un principio, ni de la burguesía bienpensante que las relevó.

02- Las «Lecciones de Cosas» es un producto típico de esta irrupción civil. En ellas se trata de divulgar la ciencia y los conocimientos dotándolos de un carácter permanente y eterno. Un explicar el mundo bajo la indiscutible mirada de la ciencia que afirma. La utilidad como supremo bien. Las cosas, ahora, no son en sí, sino en cuanto son capaces de ser útiles. Lo inútil, lo barrocamente silvestre, lo amorfo, es ignorado. El mecanicismo, entonces, es la suprema explicación. Las cosas son utensilios susceptibles  de uso; se convierten en mercancías. Es el mundo de la mediocridad asentada.

Acometemos, pues, unas «Lecciones de Cosas» rebuscando en lo absurdo y la inutilidad. Una cosa es para nosotros más cosa en cuando más inútil. Las afirmaciones científicas son tan superfluas como las modas. Lo que hoy se dice sobre una cosa cualquiera es tan cierto como lo que se afirmó de ella hace un siglo que, en muchos casos, fue todo lo contrario. El tomate fue veneno cuando hoy es salud y mañana será inocuo. Las afirmaciones pasan, las cosas también.

03- Antecedentes estéticos. Tres son nuestras principales fuentes y basamentos: el libro didáctico divulgativo; la página anecdótica y miscelánica en revistas y tebeos y el diccionario ilustrado. Tres antecedentes populares que acometen la explicación de las cosas desde puntos formales diferentes. El libro didáctico escolar nos ofrece sus bases generales, su posición frente a las demás cosas con ánimo de compilación y taxonomía bajo un aspecto eminentemente práctico y científico divulgativo. La página anecdótica, a menudo irónica, tan en boga en revistas y tebeos hasta inicios de los sesenta; sección heredada ya desde las primeras revistas aducativo-juveniles de principios del S. XX, son misceláneas que, gráficamente, fueron refugio de ilustradores al viejo estilo decimonónico que pasaron de moda, dotados de una sabiduría gráfica inadvertida hoy. Y, por último, Diccionarios y enciclopedias ilustradas, donde, al igual que en un museo o en un zoológico, se acomete la disecación de las cosas, su fijación como cosa , su carnet de identidad que la hace cosa frente a otra, su definición.


Imagen: portadas de Tesoro de conocimientos útiles (1928), por G. M. Bruño; Lecciones de cosas (1934), por don José Dalmau Carles; y Lecciones de cosas (1958), por Juan Martín Romero.