Carta a la alcaldesa de Vuitonia
Acabo de cumplir cincuenta años y, después de hacerme un reconocimiento médico exhaustivo, puedo decir que mi salud física es excepcional. Hasta mi médico de cabecera me ha dado un abrazo para felicitarme por lo que considera un milagro bioquímico. Lo inédito del caso es que no me cuido lo más mínimo: para que se hagan una idea, les diré que desde que tengo uso de razón siempre que voy a un restaurante, antes de pedir la carta, exijo que me traigan un salero. Creo que sería muy feliz probando cualquier sopa cocinada con las salobres aguas del mar Muerto. He fumado toda mi vida como un carretero, no son pocas las veces que he ingresado en urgencias del Clínico por algún que otro coma etílico. Duermo con calcetines de lana en verano y con los pies desnudos y al aire en invierno. Nunca le hago ascos a las drogas a las que me invitan mis viejos compañeros de farra y correrías. Y desde que esta ciudad se ha convertido en la cuna de espantosos eventos deportivos, el único ejercicio físico que practico es la cetrería sin ventura con mi periquito. Y a pesar de todo, mi corazón está tan sano como el de un cervatillo y mi hígado fresco como el de un ternero alimentado en los pastos alpinos.
Pero a pesar de que mi salud física es envidiable, mi salud mental es deplorable. En estos últimos meses he caído presa de un estado melancólico terrible; estoy tan perdido que no sé si asomarme a la ventana de la galería interior, donde sólo vislumbro las regiones inhumanas de mí mismo, o mirar por la ventana que da a las calles de esta ciudad enferma por una epidemia frenopática evangelizada por la horchata transgénica y esas nubes cancerígenas resultantes de la combustión fallera del polietileno expandido. Y pienso si este amargo desconsuelo no será porque yo también he sido un actor más de este vodevil deplorable en el que me forré construyendo nichos para vivos y alcázares de yeso pulido para muertos. Yo también he lucido moreno verde oliva, vestido trajes de Armani, calzado zapatillas de Loewe y clavado mis dentelladas en las escabrosas ubres de esta arcadia del despilfarro y de los caciques del ladrillo a pie de playa. Excelentísima señora alcaldesa, la invito a ser sodomizada por cada una de las gárgolas de nuestro gótico civil ¡Ay, Valencia mía!, ¿por qué has hipnotizado a los pobres de corazón con todos esos grandes eventos y luego los obligas a despertarse en fiestas de espuma?
Que levanten la mano quienes quieran condenar a nuestra televisión pública a 30.000 horas de cartas de ajuste. ¿De verdad hay que pagar esos sueldazos a esos mayoristas de la estupidez con dinero público? ¿Hasta cuándo vamos a seguir aupando a estos gobernantes que parecen sacados de una mezcla de auto sacramental y de la peor película del destape? Mis muy honorables, tramiten ya una instancia para que podamos celebrar una exposición universal para el 2050 con el tema único de las aguas fecales. Consejeros, no quiero vuestros consejos. No seré yo el que suba a las peanas del prepago para ver desfilar la papada papista del Santo Pontífice. La fórmula de la atrocidad: velocidad igual a espacio urbanizable dividido por tiempo de gobierno. La Fórmula 1 es cantar de otros cantares. ¡Vicario lúgubre, quédate a la luna de Valencia con tu priapismo saturniano! ¡Madona, no nos traigas tu metadona! Mercadona, Mercadona, prefiero el suicidio moral a empadronarme a ciegas en tus ensanches.
Grao