Diego Bianki
Conocí a Diego Bianki a mediados de los años noventa. No recuerdo qué fue lo que me había llevado hasta Buenos Aires, pero el caso es que tenía unos días por delante y tiempo para dar paseos. Una noche me encaminé a una galería del barrio de Recoleta donde se inauguraba una exposición de la Comuna del Lápiz Japonés, y por suerte conseguí encontrar el lugar a pesar de la fuerte lluvia. El Lápiz Japonés era bastante más que una revista de cómics: era una revista de «Arte + Qomix». Había tomado prestado el formato de la revista Raw, que dirigían en Nueva York Françoise Mouly y Art Spiegelman, y era una publicación excelente que probablemente superaba a su modelo en más de un sentido. Detrás de ella, era evidente que había un equipo muy preparado, pensando, organizando y diseñando. A pesar de ser un producto genuino de la ciudad de Buenos Aires —una gran urbe situada en la periferia de los centros culturales—, El Lápiz Japonés era un proyecto independiente con la ambición de competir en un mundo sin fronteras. Diego Bianki asumía principalmente las tareas de edición y coordinación, junto con Sergio Langer, y firmaba asimismo diversas colaboraciones.
Diego me contó que su padre había trabajado en una tipografía. Desde niño le era familiar el mundo de las imprentas y su particular vocabulario. Curiosamente, esa circunstancia era compartida por otros miembros de la Comuna del Lápiz Japonés, que, además de ocuparse de esta publicación, multiplicaban sus actividades a través de grupos organizados de manera cooperativa, siempre alrededor del arte y de la gráfica, en distintos escenarios de la ciudad. Para satisfacer un anhelo personal y, quizá, como homenaje implícito a su padre, Diego diseñó un periódico que apareció un único día y que, como cualquier otro periódico, fue distribuido por repartidores de prensa y exhibido en puestos de venta de toda la ciudad. Sin embargo, y a diferencia de cualquier otro periódico, el diario de Bianki no era el producto de un periodista, ni siquiera el de un publicista, sino el de un artista visual. Quienes lo veían de lejos, prendido en el alambre de un kiosco, podían tomarlo fácilmente por un periódico normal, pero al acercarse descubrían que el texto a dos y tres columnas no era más que una falsa escritura; y las ilustraciones, manchas y trazos de tinta que representaban a unos simpáticos cronopios, felices por formar parte de ese juego. El único anuncio real —y legible— del diario era el de una plomería, aunque no pondría la mano en el fuego porque alguien humano fuera a contestar en ese teléfono.
Recuerdo especialmente este trabajo de Bianki porque en ese momento estaba planeando la posibilidad de crear una editorial dedicada a los libros infantiles y relacioné esta «experiencia gráfica» (como Diego la había llamado) con algunos proyectos de artistas de las vanguardias históricas de principios del s. XX que por entonces me atraían particularmente: cartelistas, muralistas, pintores, ilustradores de prensa, que, con la misma exigencia y planteamientos con que habían afrontado su obra «seria», habían realizado libros, muebles, objetos de diseño e incluso juguetes para niños. Tras estudiar la obra de estos autores (Lébedev, El Lissitzky, Munari, Torres-García, entre otros), mi idea era hacer libros en complicidad con una serie de ilustradores que no estuvieran encasillados en la ilustración de libros infantiles, es decir, que no aceptaran tácitamente los numerosos supuestos didácticos, educativos y psicológicos, y las improntas comerciales, que tan habituales son en este tipo de libros. Diego compartía esa misma inquietud, como se puede comprobar revisando el catálogo de la editorial Pequeño Editor, fundada por él y por Ruth Kaufman en 2003. Pequeño Editor ha abierto sus puertas a artistas gráficos con procedencias muy diversas, desde el cómic hasta el libro de artista, con una mirada más libre y desprejuiciada sobre las obras destinadas a los lectores más jóvenes.
Si un editor de libros infantiles ha de ser una persona informada y con opinión sobre autores y tendencias artísticas, y alguien receptivo a lo nuevo, ¿qué cualidades deberían adornar al ilustrador de libros infantiles? Seguramente son más, pero hoy —acabo de decidirlo— van a ser cinco. Coinciden exactamente con los cinco puntos que he escogido para referirme a la labor como ilustrador de Diego Bianki.
UNO. En primer lugar, y al igual que el editor, el ilustrador debería disponer de información y documentación sobre autores clásicos y contemporáneos, y en especial sobre aquellos que han proyectado sus creaciones sobre esos curiosos objetos que llamamos libros. Cuando le preguntaban al dibujante y artista Saul Steinberg por sus influencias, contestaba que sus influencias abarcaban toda la historia del arte; es decir, todo el arte egipcio y, también, los artísticos envoltorios para chocolatinas del siglo XIX. Después de tantos siglos de creaciones, alguien podría decir que el espacio para la originalidad es reducido, pero los logros de los buenos autores de cualquier época, anónimos o conocidos, pueden y deben ser recogidos y ampliados por quienes les han sucedido en el tiempo. Resulta evidente que a Diego Bianki no le son ajenos los collages de Kurt Schwitters, hechos con humildes billetes de tranvía y etiquetas levantadas del suelo. Tampoco los juguetes de Joaquín Torres-García, que están, por ejemplo, detrás de su libro Rompecabezas.
DOS. El ilustrador de obras infantiles debe tener el gusto por la experimentación. Según el escritor Bernardo Atxaga, el ilustrador de libros infantiles constituye un paradigma del artista libre, entregado al juego. Como autor, es uno de los que goza de mayor libertad a la hora de realizar su trabajo. Ni el escritor, generalmente muy presionado por un círculo de críticos y editores (y por su club de lectores), ni los propios editores, sometidos a las reglas de un mercado sumamente rígido, disponen de semejante margen de actuación. Esa libertad para inventar mundos con sentido y con belleza desde el papel en blanco, debe ser aprovechada por el ilustrador. Sin embargo, no todos los ilustradores se sienten cómodos experimentando: de manera consciente o inconsciente, muchos reducen su actividad a la imitación y repetición de fórmulas de éxito. Entre quienes experimentan, tampoco son tantos los que consiguen logros destacables. En mi opinión, Bianki es uno de ellos. Candombe es fruto de una investigación sobre el folclore afroamericano el Río de la Plata; Con la cabeza en las nubes es un proyecto lúdico sobre esas figuras fantasmales que recorren los cielos, donde se juega a buscarles el parecido.
TRES. Para poder desarrollar las capacidades del medio, es necesario que el ilustrador esté familiarizado con los procedimientos técnicos que permiten la producción del libro ilustrado. El ilustrador no es un artista que vende sus obras en una galería: el objeto de su arte es un libro impreso. Debe conocer bien los procesos industriales: sólo así podrá resolver los problemas que se le planteen, y establecer a su vez nuevos problemas que habrán de ser resueltos por otros. Cuando uno se sitúa frente a la obra de Diego Bianki, reconoce que ha trabajado cerca de las imprentas y que domina las artes del oficio.
CUATRO. Es fundamental cultivar el trato con personas jóvenes, y con aquellas personas no tan jóvenes que siguen manteniendo eso que llamamos un espíritu joven (y que muchos jóvenes, precisamente, no tienen). Bianki, no sólo sabe construir artefactos con eficacia, sino que sabe desmontarlos; y realiza talleres donde se fabrican libros vivos, libros hechos entre todos. El ilustrador que hace periódicos ilegibles, enseña a leer imágenes. Despliega una intensa actividad como tallerista, y suele trabajar con niños —también de zonas rurales— en la fabricación de libros. A través de estos talleres, el ilustrador hace libros que son juguetes y produce collages donde se mezclan todas las artes; aprende a conocer a sus lectores, que no son solamente niños y que no son ni tan siquiera lectores (es decir, todavía no saben que lo son), les introduce en las técnicas manuales y les enseña, por ejemplo, la importancia del reciclaje.
CINCO. Al ilustrador de obras infantiles de poco le servirán los experimentos, la investigación y el estudio sobre autores del pasado y del presente, el conocimiento de las limitaciones de los medios técnicos (o el vértigo ante sus infinitas posibilidades), y el contacto con lectores y con especialistas de diversos lugares del mundo, si no muestra coherencia y fidelidad a unos intereses propios y sabe hacer emerger en su obra un mundo personal y reconocible. Solamente los ilustradores que cumplen esta última condición pueden llamarse con propiedad autores. Diego Bianki lo es, como demuestra claramente el hecho de que todos sus libros estén reunidos en un mismo lugar de mi biblioteca. Todos están, además, a una altura accesible, lo que también debe de querer decir algo.
Después de seguir su obra durante bastante tiempo y de encontrarnos en numerosas ocasiones, resolví encargarle un libro. El encargo se hizo efectivo más o menos en el año 2001, poco antes de que Pequeño Editor comenzara su exitosa andadura. En esa época, Diego vivía en Colonia del Sacramento, Uruguay, y viajaba semanalmente a Buenos Aires, donde colaboraba con el suplemento cultural del diario Clarín. Me enseñó unos cuadernitos de pequeño tamaño, pero muy voluminosos, en los que dibujaba, pegaba papeles y manipulaba una gran variedad de materiales impresos. Esos cuadernitos, que hacía exclusivamente para él, por el placer de experimentar, y que utilizaba como un banco de pruebas, fueron el punto de partida del proyecto que nos ha tenido ocupados a ambos durante bastante tiempo: un libro que, tras sufrir sucesivas transformaciones, ha visto la luz en 2014, después de más de diez años. Empezó siendo una versión ilustrada de ciertos pasajes del Libro del desasosiego de Fernando Pessoa, y ha acabado convirtiéndose en un diario muy personal sobre la ciudad de Buenos Aires. Según Diego, también es un libro que habla de la basura, y que, probablemente, servirá para explicar a los lectores más jóvenes el significado del concepto «basura cero». También es, claro está, un libro de poesía. En todo este tiempo transcurrido, mientras el libro se iba haciendo en la cabeza de su autor y sus materiales iban ganando terreno dentro de su estudio (y muy pronto en cada una de las piezas de la casa), el autor y el editor hemos envejecido, como la pequeña Zazie, la heroína de la novela de Raymond Queneau; Pequeño Editor ha ido creciendo hasta formar un catálogo que sobrepasa el de Media Vaca (lo que tampoco era difícil), y Diego Bianki ha conseguido que sus lectores esperemos con desvelo su último proyecto gráfico.
Vicente Ferrer
Editor de Media Vaca