El Persa
El Persa (Pepe Cardona) ha muerto hace unas horas. Ha muerto Pepe Cardona pero no El Persa. El Persa sigue y va a seguir con nosotros. Está en sus libros y en sus dibujos, en sus recortables y en sus pinturas. En sus historias que contaba en cierto modo como Joyce escribía en las tabernas, a perder. Y podía perder no sólo sus papeles sino incluso las palabras. Sin embargo, cuando ahora cierro los ojos, veo aquellos papeles que El Persa olvidaba, y oigo sus palabras a las que apenas él prestaba atención. Y, por supuesto, ninguna importancia.
Todo eso que no existe nos lo ha dejado. Quienes fuimos sus amigos lo sabemos. Lo que deja tras de sí un ser humano excepcional es lo que no se ve: no es una obra escrita o pintada —esto además— es bastante más que eso: es todo aquello que sabemos que pudo hacer y en cierto modo hizo, aunque sin hacerlo.
Ver a un amigo que sufre y se resiste a morir porque no cree que su hora llegó, y no lo cree porque no hay hora aceptable para ninguna muerte, ver a este amigo sufrir de ese modo sin poder hacer gran cosa a pesar de todas las ayudas médicas, es tremendo y es indignante. Y El Persa era consciente de su situación y de la situación —y del dolor— de quienes como su mujer y su hija lo cuidaron y lo quisieron al máximo. Me consta cuánto pensaba en ellas, y cuánto las amaba.
A mí, personalmente, me dio ejemplo de dignidad que era la prolongación natural de su dignidad sostenida a lo largo de toda su vida. La parte de vida que pude ver no tuvo que contármela. La que no vi, puesto que no lo conocía ni en su infancia ni en su juventud sino bastante más tarde, esa parte que no vi, la iba contando a trozos sin darle importancia, sin quejas, sin envidias o rencores. Incluso con alegría. El Persa era un niño muy alegre.
Cuando un hombre no envidia y no guarda rencor sino que mira adelante y trata de hacerte siempre pasar un buen rato, no quieres dejar de ser su amigo. Necesitas esa amistad y hasta deseas largarte antes que él de este mundo para tener cerca al amigo hasta el final. Puro egoísmo, lo sé; pero si lo expreso de esta forma es para repetirme que siento su muerte no sólo como una desgracia para todos, sino también como una pérdida personal de alguien capaz de hacerte más soportable lo que a todos nos parecerá insoportable: morir sin esa mirada de comprensión y de apoyo.
Días atrás, cuando todavía aunque con mucho esfuerzo, podía incorporarse, me abrazó con una fuerza que ya no tenía a las puertas de su casa. Este fue, pensé al despedirme, su adiós: porque él sabía que no íbamos a vernos nunca más.
Cuando recibí esta mañana la noticia, cerré los ojos: El Persa aún estaba abrazándome. No había dejado de hacerlo desde aquel último abrazo, cuando pronunció mi nombre dos o tres veces, y lo miré al rostro, y advertí que había lágrimas en sus ojos.
Ignacio Carrión
«Un hombre que ha muerto pero no va a morir»; publicado en «Escritura interior» el 19/06/2012; http://www.ignaciocarrion.com/