Elogio de los rimadores

En primer lugar, quiero agradecer a los amigos de Ekaré porque me hayan invitado a hacer el elogio de este Chamario de Eduardo Polo y Arnal Ballester. No saben lo que han hecho: invitar a la competencia a presentar tu libro. En un mercado editorial que cada vez más valora exclusivamente la producción y la promoción desde la perspectiva del negocio, ese gesto demuestra un alto espíritu que aprecio particularmente.

Conozco a Arnal Ballester, el ilustrador de Chamario, desde hace tiempo y quisiera contar cómo nos conocimos. Ese tiempo tiene fecha: abril de 1994. Arnal acababa de ganar el Premio Nacional de Ilustración de 1993 por el libro La boca riallera y la revista CLIJ le pidió un escrito a manera de autorretrato. Este es el texto de Arnal que publicó la revista:

Hay un cuento de Saki en el que un viajero narra una historia a un grupo de niños latosos con la intención de tenerlos callados.

Es la historia de una niña asquerosamente buena, limpia y aplicada, que luce en su pecho un sinfín de medallas ganadas en la escuela a base de hacerle la rosca al profesor de turno. Su conducta causa tanta admiración que, un día, el rey decide premiarla y le concede el raro privilegio de visitar el jardín real, un paraíso en el que crecen las plantas exóticas y retozan los cerditos. Al poco de entrar en el jardín, la niña descubre que, además de los animalitos adorables, allí vive un lobo execrable que la persigue con la intención de hincarle el diente.

La niña huye y se esconde entre los arbustos para ponerse a salvo, pero al temblar de miedo, el tintineo de las medallas la delata, y el lobo se da el banquete a su costa.

¿Hay alguien que escriba historias como esta? Si así es, que no dude en llamar al teléfono 415 99 03, con el 93, prefijo de Barcelona.

Nada más leer su autorretrato pensé que Arnal Ballester, además de ser un gran dibujante, era un valiente de leyenda, así que le telefoneé para decírselo. Como consecuencia de esa decisión, hoy me ven aquí hablando de su libro.

A Eugenio Montejo no lo conozco. No tengo su teléfono. Casi todo lo que he leído de él ha sido escrito por otros. Aunque por casualidad existe en mi biblioteca un libro de Blas Coll a quien Eduardo Polo, el poeta de Chamario, considera su maestro, y que tiene por comentarista a Montejo. Tal como éste explica en el libro, Blas Coll era un tipógrafo un tanto especial. Todos los tipógrafos tienen fama de ser un tanto especiales. La de tipógrafo es una de esas profesiones que crean carácter, como la de anestesista o actor de doblaje. El empeño de Don Blas fue eliminar todo lo superfluo del lenguaje para hacer la comunicación más fluida, más racional. En ese sentido, pensaba que era tontería que existieran palabras muy largas y difíciles de pronunciar. Todo lo que se puede decir con dos sílabas no debe decirse con tres. Le sorprendía, por ejemplo, que necesitáramos cuatro sílabas para referirnos a un ser tan minúsculo y efímero como la mariposa, cuando con una sola sílaba decimos mar y nombramos lo inabarcable.

Anota Don Blas Coll en su Cuaderno:

¿A dónde vamos con una lengua que, en estado de supremo peligro para el hablante, le impone decir: s-o-c-o-r-r-o? Cuando alguien así grita, mar adentro, se me antoja replicar desde aquí: ¡déjenlo que se ahogue!

De alguna manera Eduardo Polo y Blas Coll, vecinos de Puerto Malo, son parientes americanos del profesor de retórica Juan de Mairena y de su maestro, el poeta y filósofo Abel Martín, cuyas enseñanzas y opiniones dio a conocer Antonio Machado. ¡Qué partidas de scrabble habrían jugado Polo y Coll contra Mairena y Martín! ¡Qué equipo imbatible los cuatro juntos como concursantes de Pasapalabra! En largas veladas que se hubieran hecho célebres podrían haber dado la vuelta al mundo –y haberlo devuelto a su posición original– sin moverse de la chimenea. Según nos informa Eugenio Montejo, Don Blas tuvo la idea de realizar una traducción de La Eneida valiéndose de símbolos petroglíficos.

Hay indicios inequívocos en la escritura de su Cuaderno de que Don Blas prescindió al final del alfabeto. Por desgracia no nos es legible sino en trozos muy breves lo que pudo ser la base de ese delirio de sus últimos años. ¿Pretendió volver a la escritura ideográfica, dejándose llevar por un atractivo pictórico del signo?

Seguramente, desde este punto de vista, Arnal Ballester es el ilustrador que mejor puede entender las rarezas de Don Blas y las de varias generaciones de sus discípulos. En primer lugar, porque es el autor de un libro titulado No tinc paraules. En segundo lugar, porque es un firme partidario de la letra A, esa letra que cada vez que se pronuncia sirve como homenaje a otro mago-poeta-inventor: Joan Brossa; y porque él mismo es una A.

De nuevo, Montejo:

Lino Cervantes, aprendiz de tipógrafo y en ocasiones poeta de tonos intimistas, el compañero que más tiempo permaneció en el taller de Don Blas, solía padecer estados de enervante melancolía. No le sobrevivió mucho tiempo ni dejó descendencia conocida, pero entre sus papeles fue localizado este consejo para prevenir el decaimiento, copiado de puño y letra de Blas Coll: – Al amanecer de cualquier día que considere poco propicio, procure concentrarse pensando que Ud. es simplemente la letra A. Repare en que ella es la más alegre y tónica del alfabeto. Actúe bajo esta sencilla sugestión hasta la hora de irse a la cama.

El espacio disponible para el dibujo en un abanico se llama país. Eso era en la época en que los abanicos se pintaban a mano. Cuando el calor era una cosa más seria y había más moscas. En la mejor época de los libros ilustrados el espacio disponible para los dibujos era mayor de lo que es hoy, aunque no existía ningún nombre tan poético, que yo sepa, que sirviera para nombrarlo. Ahora se habla sólo de páginas, lo que tiene mucho menos encanto. Frente a las crecientes atribuciones de los diseñadores y maquetadores, los ilustradores han perdido muchos de sus antiguos privilegios.

En el caso de Chamario, sin embargo, tal vez sea correcto hablar de país, porque el libro es pequeñito y sirve perfectamente para darse aire. No todos los libros valen como abanico: cada vez más los libros son mamotretos (no debía gustar a Don Blas esta palabra, pero resulta muy gráfica; ¿vendrá de mamut?), mamotretos que se venden al peso. Otra ventaja del tamaño de este libro es que podemos esconderlo dentro de otro libro y leer en él furtivamente mientras aparentamos ojear un periódico deportivo –los mayores– o el último volumen de Harry Potter –los niños–. Cuando veamos a alguien con un libro de gran tamaño en las manos podemos sospechar que dentro oculta un Chamario.

Los dibujos de Arnal son dibujos de dos sílabas. Y resulta increíble pensar en todo lo que se puede decir con tal economía de medios. El espacio, pese a todo, se les queda pequeño a los personajes y siempre hay alguno con una pierna fuera del papel. Esto –según pienso–, más allá de las razones estéticas, comerciales y de producción que hayan determinado el formato, obedece a dos cuestiones bien meditadas. Por una parte se le pide al lector que construya el espacio que se extiende más allá de los márgenes. ¡No lo va a hacer todo el dibujante! Y dos: se acaba antes dibujando una pierna con zapato que a una señora entera. El principio de economía es fundamental para un dibujante, como para todas las cosas. Lo sabía muy bien Don Blas Coll y lo sabe Eduardo Polo, que también se toma grandes molestias para dejarse palabras a medias. Aunque su maestro va un pasito más allá. Dice Montejo:

Don Blas atribuía el éxito moderno de la prensa a la necesidad creciente de envolver las cosas en papel: De otro modo –decía– una hoja basta para comunicar las noticias de un mes en Puerto Malo, y aun así quedarían en blanco muchos espacios que bien podrían llenarse con trozos de escritura selecta.

Algunos lectores pueden pensar que los dibujos de Arnal, de rasgos muy simples, tienen que ver con los dibujos infantiles. Nada de eso. De lo que se trata no es de acercarse a un lenguaje más familiar para los niños. Los niños no dibujan así. Si se le pide a un niño que dibuje una campana, primero dibujará un pueblo con todas sus casas, o con las suficientes casas; luego, hacia el centro, colocará una iglesia; de la iglesia emergerá una torre; y en el hueco correspondiente de la torre colgará la campana. Si se le pide a un niño que dibuje un avión necesitará un papel bastante grande con espacio para el cielo, porque si no el avión no podrá moverse. Y necesitará unas pequeñas ruedecitas para poder aterrizar, porque si no ese avión tendría que dar vueltas en el aire sin parar y los tripulantes deberían tirarse con paracaídas. En honor a la verdad hay que decir que el avión que Arnal ha dibujado para el poema de los loros de Chamario tiene ruedas. Lo cual demuestra una vez más la tontería que es comparar los dibujos de los niños con los de los mayores. Siempre hay relaciones misteriosas que no es preciso tratar de comprender.

Como decía Juan Ramón Jiménez, más o menos, o si no lo decía él lo decía Arturo Fernández: «Si no se le ha encontrado el sentido al mundo, para qué nos vamos a preocupar por encontrar el sentido a un libro».

Los dibujos de Chamario resultan atractivos para los niños porque están muy elaborados. Son, por así decirlo, artefactos con muchos botones. La sencillez no se consigue así como así, la sencillez no se consigue sencillamente. Es un proceso de despojamiento, de sucesivas liberaciones, que necesita tiempo y mucha experimentación. Se ve de una manera muy clara en el uso del color: sólo quien ha trabajado en blanco y negro y ha probado después con dos colores, y luego con tres, puede enfrentarse sin angustia a la caja de veinticuatro o de veinticuatromil colores. Chamario es un libro de colores. Parece lógico tratándose de un libro de rimas, porque en el dibujo la rima más perfecta la establecen los colores.

Como ilustrador de libro de rimas, grado máximo del humorismo y título ciertamente patafísico, el trabajo de Arnal no se ha limitado a poner un elefante donde sale un elefante. Hay que decir, en honor de la verdad y aunque resulte extraño, que no ocurre así en la mayor parte de los casos, por lo que felicitamos a Eduardo Polo, y por lo que agradecemos a los editores su acierto al elegir al ilustrador. Un buen número de ilustradores, a la hora de ilustrar poesía, se apartan el cerebro con una mano y se agarran el corazón con la otra mano, y aportan tal exceso de sensibilidad al resultado final que se hace preciso mirarlo con gafas oscuras.

El sistema de Arnal es distinto. Si hay que dibujar un elefante, Arnal llega al país donde viven los elefantes. Los mira todos y hace una primera selección. Todos los elefantes tienen que pasar un test de personalidad. El que hizo de Babar en el libro de Laurent de Brunhof es descartado. Entre los candidatos escoge los tres o cuatro que más le gustan. Les invita a su casa una semana. Se establece una convivencia. Desayunan juntos, van al cine. Finalmente se ve claro que sólo hay un elefante –pese a todo lo que se dice de la memoria de los elefantes– que sea capaz de memorizar los versos de Eduardo Polo. Arnal les paga a los otros tres el viaje de vuelta y se queda con el que ha superado todas las pruebas. Lo dibuja en distintas poses. Compra toneladas de papel para reproducir los mínimos detalles. Un niño le pide permiso para dibujar a su lado y empieza a trazar el contorno de África, despreocupadamente, a escala real. Luego Arnal, tras realizar algunos estudios de texturas, finalmente, abre el libro de Eduardo Polo y ya se encuentra en condiciones de ilustrar el poema titulado... «El hipopótamo». Para dibujar al hipopótamo se inspira en una mancha de humedad del cuarto de baño que tiene una forma parecida.

Hablando de elefantes, y hablando de niños, y hablando de libros para niños, no me parece completamente fuera de lugar sacar a colación el siguiente escrito, perteneciente al olvidado manual de un ignorado pedagogo:

A un señor se le ocurre domesticar elefantes para usarlos en guerras. A un señor del equipo contrario se le ocurre disparar flechas con fuego a los elefantes para provocar su pánico y que se vuelvan contra los suyos. En ese contexto los señores de uno y otro bando se plantean que hay que hacer libros para educar a los niños. Ahora bien, ¿cómo han de ser esos libros?

Creo que es posible plantearse cómo han de ser los libros para niños, a condición de que no se extraigan muchas conclusiones, o a condición de que éstas no sean completas idioteces. Nuestra imaginación ya es bastante pobre, en todos los sentidos, para ir añadiéndole barreras. La variedad y la diversidad son características del mundo en que vivimos y, aunque sea pálidamente, los libros deberían ser reflejo de esa variedad.

Estoy de acuerdo con Arnal en considerar los libros infantiles como un laboratorio de ideas. No es posible que se conviertan exclusivamente en cartillas de lectura. Hay libros para aprender a leer y libros para aprender a pensar. Hemos de distinguirlos. Y hemos de ser conscientes de que lo ideal es que nuestros niños aprendan a leer en libros que sean siempre interesantes y divertidos. En la época dorada o rosada o azulada de los libros infantiles, los escritores y artistas que trabajaban para los niños gozaban de una gran libertad para expresarse. No me atrevería a decir qué época era esa, si ha existido, y me costaría explicar las causas de tanta libertad: tal vez resulte que estaban dirigidos a una minoría privilegiada, o acaso a nadie le interesaban mucho los productos destinados a los niños... Es terreno delicado. En cualquier caso, estoy seguro de que han existido en distintos momentos y en distintos países, alguna vez en alguna parte, estimables obras literarias dirigidas a los niños, y sé muy bien que una mayoría de ellas utilizaba el verso. Personalmente me gustaría mucho encontrar a un niño que hubiera aprendido a leer con los limericks de Edward Lear.

Ahora no resulta tan habitual encontrar libros como el de Lear o como Chamario, por eso es una suerte que Ekaré haya decidido publicarlo. Y es una suerte que exista así, con las ilustraciones de Arnal, con el diseño de Irene Savino, con el trabajo de edición de Elena Iribarren. El libro es un todo, una creación colectiva donde el último en intervenir, y el más importante, es el lector que lo toca, lo mira, lo sujeta, mete sus narices entre las páginas y husmea. Hay que abrir Chamario y hay que quedarse un tiempo allá dentro.

No quisiera terminar –aunque quisiera terminar lo antes posible, porque me he extendido bastante– no quisiera terminar, digo, sin hacer un elogio de los rimadores. Vaya como homenaje a Eduardo Polo y Arnal Ballester, que con este libro se han convertido en miembros de una hermandad que integran entre otros gente como Bécquer, el genial poeta de las rimas pobres, Gloria Fuertes, la cinturona negra del ripio, y Javier Krahe, el cantante letrista más desprejuiciado. Los tres, artistas libres e insumisos, es decir, no sometidos a la regla poética; unidos los tres por un estrecho vínculo gracias al entusiasmo que suelen demostrar los admiradores de los rimadores. Uno empieza leyendo a Bécquer y casi sin darse cuenta se ve atrapado por Krahe. ¡O viceversa!

Son legión los poetas que hoy día consumen cuartillas en blanco, repartidos por todo el mundo, y son varias centurias los que publican regularmente libros para niños, aunque el género ya no sea tan popular como solía. Algunos de estos autores son buenos poetas; otros en cambio son poetas excelentes. Sin embargo, pocos son auténticos rimadores. En mi opinión existen siete razones para preferir la rima por encima de cualquier otra forma del arte poética.

1. La rima pone en relación palabras con las procedencias más disparatadas, de una manera que parece natural y que consigue efectos sorprendentes. Antonio Machado hace rimar rey con buey, y sin salir de sus versos hemos encontrado las siguientes rimas:

—Unamuno con tuno
caimán con Kant
—heces con almireces
—mariposa con fosa
—vamonós con dos
—ausencia con omnipresencia
—locomotora con devora
—estuario con diccionario
rompeolas con españolas
—adamantino con camino
—cenicienta con hambrienta
—desconfianza con esperanza
—marchito con infinito
—cimiento con viento
—divina con gallina
—hampa con Pampa
—pampero con Duero

Si Machado, que pasa por ser un poeta sobrio, junta a Kant con un caimán, ¡qué no habrá en Rubén Darío!


2. Cualquiera puede ensayar una rima. El rimador, más modesto que el poeta, es también seguramente un artista más honesto. Los poetas se burlan de los rimadores, pero los rimadores viven mejor y se ríen a sus espaldas. Véase un ejemplo:

Receta para hacer sonetos

Tómese una palabra; ejemplo, vasco,
otra distinta luego, sea chisco,
y búsquese, lo mismo que yo busco,
un consonante al primer verso, chasco.

siguiendo de igual modo y sin atasco,
escríbase después un verso en usco
que rime, verbigracia, con pedrusco
y dé lugar al consonante en asco.

Por fin, aunque el sistema sea tosco
y alguien por él me quiera armar un cisco
diciendo que no sé lo que me pesco,

yo puedo contestar con ceño fosco,
sin temer de la crítica el mordisco:
“Hice el soneto, ¡y me quedé tan fresco!”

José Campo Moreno (finales del s. XIX)


3. La rima se puede traducir a cualquier idioma. Siempre es otra cosa, porque todas las palabras cambian, y sin embargo, misteriosamente, siempre queda bien. Ahí están las canciones de Charles Aznavour para demostrarlo, o ésta que cantó en su día Nino Bravo y que no nos imaginamos más feliz en su versión inglesa original.

Hoy soy feliz

Hoy soy feliz,
muy feliz,
para seguir siempre así.
Lo que importa es comprender
que a tu lado hay otro ser.
Estar unidos es amor,
no existen razas ni color;
y pensando siempre así
podremos juntos vivir.

Hoy soy feliz, hoy soy feliz,
hoy soy feliz y canto así;
seamos como hermanos al vivir.
Hoy soy feliz, hoy soy feliz,
hoy soy feliz y canto así;
que iguales somos todos al morir. (bis)

Llegará la libertad,
eso tú debes pensar.
Cada hombre será igual
y no existirá maldad
porque no habrá que padecer
las diferencias de un ayer.
Desterremos la maldad
para formar nuestro ideal.

Hoy soy feliz, hoy soy feliz,
hoy soy feliz y canto así;
seamos como hermanos al vivir.
Hoy soy feliz, hoy soy feliz,
hoy soy feliz y canto así;
que iguales somos todos al morir. (bis)

Hoy soy feliz, hoy soy feliz,
hoy soy feliz y canto así;
seamos como hermanos al vivir...

Hawkshaw Hawkins / Cameron / Vicente López (1971)


4. La rima ha favorecido ese género literario, cada vez peor practicado, que es el insulto. Sin la rima el insulto es una cosa muy triste. Sólo en combinación con la rima adquiere color, y dignifica además a su autor en lugar de degradarlo. En lengua española Quevedo es el ejemplo recurrente. Este poema –que no es de Quevedo– se escribió para criticar a Bartolomé Gallardo, un erudito carota que tenía la fea costumbre de no devolver los libros que pedía prestados.

A Don Bartolo Gallardete

Caco, cuco, faquín, bibliopirata,
tenaza de los libros, chuzo, púa,
de papeles, aparte la ganzúa,
hurón, carcoma, polilleja, rata;

uñilargo, garduño, garrapata
para sacar los libros, cabria, grúa,
Argel de bibliotecas, gran falúa
armada en corso, haciendo cala y cata.

Empapas un archivo en la bragueta,
un Simancas te cabe en el bolsillo,
te pones por corbata una maleta;

juegas del dos, del cinco por tresillo,
y al fin te beberás, como una sopa
llena de libros, África y Europa.

Serafín Estébanez Calderón (1799-1867)


5. Gracias a la rima reparamos en el componente gráfico de las palabras, en su dibujo. Y descubrimos nuevas formas de jugar con ellas.

Atención a los finales

El que por musa delincuente cuente
la del pintor de pincelada helada,
y por ser loca rematada... atada,
diga que debe estar durmiente, ¿miente?
No; no es poeta el descendente ente
de cuya voz alambicada, cada
forma de puro avinagrada, agrada;
mas no fascina a inteligente gente.
Haz que te inspire mi guardiana, Diana.
huelan tus versos a olorosa rosa,
sea tu musa castellana llana.
No sea nunca la insidiosa diosa
de la moderna caravana vana,
que el verso convirtió en leprosa prosa.

Nazario Restrepo


6. La rima se utiliza en la mayoría de las formas poéticas populares. Resulta graciosa y ligera, en virtud de su simplicidad, y permite la brevedad que recomendaba nuestro amigo Don Blas.

Por el ojo de un camello
pasa una aguja y le deja
tuerto; el camello se aleja
encorvando triste el cuello,
pero no se queja.

Miguel de Unamuno (Cancionero, 27 marzo 1929)


7. Aunque parezca que se producen solas, la rima no evita pensar, sino que invita a pensar. Se queda uno pensando en palabras, las busca, las espera, y pronto la cabeza se llena de rimas. Jugando con las palabras se pasan, casi sin darse cuenta, los días tristes.

Denuestos y alabanzas rimados en honor de Picasso

No conoce ni la A
A mí nadie me la da
Ni fu ni fa
Apunta pero no da
¿Qué más da?
El tiempo que es muy sabio dirá.

Sin igual
No tiene igual
En mi vida he visto cosa igual
Derrama sal
Una fuerza fatal
El Juicio final
La Revolución social
Eso tiene vida del natural
La cosa más original
Un genio inmortal
Bomba infernal
Punto final.

¡Qué poca lacha!
No está sin tacha
Vende hasta la última hilacha
Tiene una suerte borracha
Parece que te mira y te despacha
Pie de cabra
Palabra
No hay palabra
Poeta de hecho y de palabra
Pintor en toda la extensión de la palabra
En una palabra
La última palabra.

(y sigue durante un buen rato)

Rafael Alberti (Lo que canté y dije de Picasso, 1981)


Hay que leer Chamario. Son poemas para chamos. También para chamos grandes. Eduardo Polo ha investigado a fondo el ADN de las palabras y nos enseña cómo funciona el mecanismo para manipularlas. Arnal Ballester ha hallado, después de muchos experimentos, maravillosas equivalencias gráficas de las rimas. A partir del trabajo de ambos nosotros podemos fabricarnos nuestros propios juguetes.

Vicente Ferrer


Texto leído durante una presentación del libro Chamario de Eduardo Polo y Arnal Ballester (Ediciones Ekaré 2004) en la librería La Central del Raval de Barcelona, el 26 de febrero de 2005. Imagen: doble página del libro. Ilustración de Arnal Ballester.