Libros que no hemos hecho con Miguel Calatayud
Antes de empezar a editar libros —hace ya unos trece años— compré en una papelería un cuadernito para apuntar todos los títulos que formarían parte de nuestro futuro catálogo. Seguramente fue la primera compra de la editorial. Es un cuaderno apaisado con papel de rayas de los que se usan para la contabilidad y que todavía conservo. De vez en cuando me gusta revisarlo para comprobar si estamos cumpliendo el plan previsto o si por el contrario nos vamos apartando de él, y también por si hay anotada en esas páginas alguna buena idea que merecería la pena recuperar.
Ese cuadernito, como no puede ser de otra manera, es una colección de listas: temas interesantes, autores preferidos, posibles títulos; más otras listas con cuentos de Grimm, greguerías, nanas… Una de las listas contenidas en él podría ser la de los libros que no hemos hecho con Miguel Calatayud.
El nombre de Miguel aparece ya en la segunda hoja del cuaderno, y está escrito entre interrogantes. El título del proyecto era «Esopo (ambientado en nuestros días)». Un poco más adelante vuelve a aparecer su nombre (de nuevo entre interrogantes) como posible autor de una «Vida de Esopo». Se supone —y así ha quedado reflejado— que la publicación de esta «Vida de Esopo» estaba prevista para algún momento del año 1999.
Bernardo Atxaga ha escrito acerca de las fábulas en su Alfabeto sobre la literatura infantil, un libro que desde que lo leímos, mucho antes de editarlo, consideramos como una especie de programa de lo que nos gustaría hacer como editores de libros para niños. Me apetecía hacer un libro de fábulas y enseguida pensé en Miguel como su ilustrador ideal. Entre las muchas razones que me di estaba nuestra mutua afición por la estampa popular, las aucas, los grabaditos escolares, los pliegos de cordel. Ese libro, tal como lo imaginaba, tenía que ver con todo eso. Después de repasar las creaciones de muchos fabulistas, llegué hasta Esopo, a quien se considera un precursor de casi todos ellos. Su existencia, al igual que la de Homero, está rodeada de un gran misterio pero, si no fue una persona real, el inventor de algunas de las fábulas más famosas que han llegado hasta nosotros es él mismo un gran invento. La Vida de Esopo tiene interés por otra razón, y es que está en el origen de la literatura picaresca, que en España ha dado obras fundamentales como el Lazarillo de Tormes o El Buscón de Quevedo. En el rastro de Buenos Aires encontré en aquella época una edición de 1929 «facsímile de la primera edición de 1489» publicada con el título La vida del ysopet con sus fábulas historiadas e ilustrada con numerosos grabados en madera. El relato de la vida de un pícaro –tema siempre actual: sólo hay que abrir un periódico–, aderezado con numerosas fábulas para hacernos pensar, en edición actualizada (ya veríamos cómo) y muy ilustrada por Miguel Calatayud, no era ninguna mala idea.
A continuación encuentro en el cuaderno una lista de escenas relacionadas con El mundo al revés, libro que sí hicimos con Miguel y del que por tanto no corresponde hablar ahora. Quisiera referirme sin embargo a dos de las ilustraciones que Miguel Calatayud hizo para ese proyecto y que en mi opinión dan la medida del libro raro que es (otro libro relacionado con las aucas) y que también dicen algo de la exigencia con que el artista afronta su trabajo. Una de las ilustraciones («Un señor tragaperras») muestra a una de esas máquinas de juego que suelen verse en los bares introduciendo varias monedas en la ranura que un señor tiene a la altura de la oreja; mientras, el señor escupe una cascada de monedas por su bocaza abierta. Para dibujar una máquina tragaperras creíble y gráficamente interesante, Miguel nos contó que estuvo haciendo fotografías a una máquina de verdad durante varios días. Los parroquianos del bar donde fue a fotografiar debieron de pensar que estaban frente a un tahur excepcional, de esos que tienen prohibida la entrada en todos los casinos. Un pillo que trataba de averiguar, mediante una compleja investigación fotográfica, los mecanismos que le permitirían derrotar a la máquina y vaciarla de monedas.
La otra ilustración de El mundo al revés que quiero citar supuso un verdadero reto para el artista por las dificultades de representación que planteaba. Creo que fue en este libro una de las que más quebraderos de cabeza le produjo. Se trata del río que pasa por encima del puente cuya imagen acompaña a este breve texto, ahorrándome cualquier descripción.
La siguiente vez que anoté el nombre de Miguel Calatayud en mi cuaderno de libros posibles fue como posible ilustrador de la obra de Rudyard Kipling Precisamente así (Just so stories). Sin embargo, el nombre aparece tachado (lo tacharía seguramente cuando le ofrecimos El mundo al revés, publicado en 2001), por lo que probablemente nunca llegáramos a plantearle este proyecto que, por otra parte, tampoco hemos retomado.
A continuación aparece Miguel Calatayud como autor de una serie de textos sobre el oficio de ilustrar y sobre la lectura de imágenes. Es otro libro que no hemos podido llevar adelante. Iba a formar parte de una colección que contaría con escritos de Saul Steinberg (proyecto antiguo que verá la luz próximamente) y otros artistas gráficos que por un rato dejaron a un lado el pincel para escribir con la pluma. Recuerdo que anoté la idea después de escuchar a Miguel en el Salón del Libro Ilustrado de Alicante en 2005. En esa ocasión, habló de la influencia del cine en su trabajo de ilustrador y explicó, con ejemplos, cómo había resuelto determinadas dificultades relacionadas con el punto de vista y con el grado de fidelidad que un ilustrador debe observar con un texto literario. Sus comentarios me hicieron pensar que muchas veces lo más difícil para un dibujante no es encontrar una solución correcta o eficaz a un problema, sino llegar a identificar el problema y plantearse su resolución.
El último libro, por el momento, que no hemos hecho con Miguel Calatayud aparece descrito en mi cuaderno de contabilidad como «un Beato contemporáneo». En varias ocasiones he hablado con Miguel de este proyecto, pero las ocupaciones de ambos nos han impedido llegar a concretarlo. Miguel es un gran admirador del trabajo de los miniaturistas medievales, poseedores de una imaginación sin barreras y autores de delicados libros iluminados. En particular, del Beato de Liébana. El trabajo de estos artistas, o comentaristas, tiene relación con el oficio de los ilustradores, una profesión que ciertamente ha evolucionado mucho desde el siglo VIII, aunque me imagino que Miguel mira con cierta envidia la minuciosidad y la calma con que estos monjes realizaban su labor, sin plazos marcados, con tiempo para investigar, y con mayor libertad de opinión de la que ahora muchos disfrutan (el de Liébana pintó un bonito apocalipsis). Un «Beato contemporáneo» sería, me parece, una pintura muy hermosa y al mismo tiempo sobrecogedora. Un retrato lleno de detalles. Hombres, mujeres, animales, microbios, flores, árboles, ciudades, nubes, mares, montañas, estrellas, dioses, fantasmas, demonios; todos actuando y relacionándose en el mundo cercano de 2011. ¡Ay, ay, ay, qué ganas de verlo!
Vicente Ferrer