Serafín se reencuentra con su pierna

Estamos viviendo tiempos difíciles. La prueba es que los humoristas se nos mueren de dos en dos y de tres en tres. Y ya se sabe qué clase de gente resistente son los humoristas, que pueden prácticamente con todo: con el hambre, con la miseria, con la censura, con la incomprensión, con el olvido.

Eduardo Muñoz Bachs, Antonio Edo Mosquera Edgar, Chumy Chúmez, el escritor Francisco Chofre y el cantante y poeta Chicho Sánchez Ferlosio se han ido a todo correr. Un poco más despacio, a causa de su pierna coja, les ha seguido el dibujante Serafín (Serafín Rojo Caamaño, Madrid 1926), también conocido como El marqués de Serafín.

He prometido a mis compañeros de la Asociación de Ilustradores que escribiría algo sobre Serafín, pero no sé si he hecho bien aceptando el encargo. Desde hace dos semanas me estoy resistiendo a escribir lo que los periodistas llaman una nota necrológica o un obituario. Son nombres feos. A Serafín le hubiera gustado que alguien escribiera de él como si hubiera sido un torero, porque como dibujante Serafín siempre ha sido lo más parecido a un torero, pero alguien vendrá que sepa hacerlo. No hay prisa: ya se sabe qué tipos resistentes son los humoristas, gente cargada de paciencia.

Si algún día alguien escribe sobre su vida torera podría empezar contando el relato que hacía Serafín de la primera vez que supo, conscientemente, que se había convertido en un artista. Le habían regalado una entrada para los toros y a él, adolescente de los cuarenta, le apetecía mucho ir, aunque mucho más le apetecía poder invitar al espectáculo a una enamorada que tenía por aquel entonces. Sólo disponía de esa entrada y era imposible comprar otra, así que se pasó un día entero copiando el billete, de la manera más fiel posible, con su estampa taurina a colores y todo lujo de detalles y filigranas. La falsificación, contaba Serafín, superaba al original. No puedo recordar qué pasó después con aquel billete, creo que volvió a aparecer al cabo de mucho tiempo en un museo taurino o en una colección de arte particular. Algo pasaba. Tampoco sé muy bien en qué acabó lo de la novia, y si acabó o no el joven artista consiguiendo sus favores.

De Serafín se pueden decir muchas cosas, y habrá que hacerlo, todo menos conformarse con la relación de su obra publicada, de sus exposiciones, de sus proezas en la plaza. Podemos dar nombres y fechas y no habremos dicho nada. En alguna ocasión he leído algún apunte autobiográfico del Marqués y no era sino una sucesión de nombres con muy pocas fechas. También –debía pensar– la vida de uno la hacen aquellas personas con las que uno se ha cruzado. ¿Es una forma pudorosa de esconderse o una forma arrogante de mostrarse? Difícil decirlo. Así, por ejemplo, se autorretrataba Serafín en su época de mayor fama:

Al seudomarqués de Serafín –dicho sea en honor a la verdad– no hay quien lo aguante.
Le da por glosar un tipo de aristócratas trasnochado, unos toros corniveletos de la época de Lagartijo y un tintorro que tampoco existe ya, porque ahora le echan química y agua.
El día que se reúnen estos tres ingredientes para darle una paliza, el tío se encierra en su estudio del pueblo de San Sebastián de los Reyes y escribe una «egobiografía» que, naturalmente, se carga la censura. Y en eso estamos.
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El marqués de Serafín ha tenido siempre algo de marqués de Bradomín. Es posiblemente su opuesto. El alter ego de Valle-Inclán era feo, católico y sentimental, mientras que el de Serafín era doblemente rojo y radicalmente antisentimental, aunque también feo. En cualquier caso ambos debían compartir, uno desde su dandismo bohemio y el otro desde su bohemia dandista, esa idea simpática de que la belleza espiritual es lo verdaderamente importante. Si apeteciera ponerse a trabajar en eso, podríamos encontrar muchas semejanzas entre Serafín y Valle, y también con otros autores a los que ahora consideramos «nuestros clásicos». Como buen autodidacto, Serafín fue a fijarse en los modelos más atractivos que se pusieron a su alcance, hizo la lectura que le dio la gana y despreció las efímeras glorias y las pasajeras modas (valga el retruécano). No podía ser de otra manera en un espíritu que se quiso rebelde. Los humoristas que le inspiraban se llamaban Quevedo, Cervantes, Goya y El Bosco, todos ellos nombres que pocos nos atrevemos a nombrar por miedo a parecer unos pedantes y unos antiguos, pero que forman parte de nuestra tradición, que es por cierto bien interesante y bastante ignorada.

Cuando era mozo en Valencia, no sé si antes o después de invitar a su novia a los toros, Serafín solía ir a Burjasot a leer libros a un ciego. No es un cuento del Lazarillo de Tormes, qué va, aunque lo parezca. El ciego era Mario Blasco, hijo de Blasco Ibáñez, al que algunos muchachos iban a leerle, y los libros eran obras que en su mayoría estaban prohibidas por la censura y que le llegaban a don Mario desde Francia a través de conductos clandestinos.

Serafín supo pronto pues lo que era la censura, se aficionó a la lectura de los clásicos, dejó volar su imaginación admirando la obra de grandes artistas y se dedicó a imitarlos, y, sobre todo, aprendió a mirar a la realidad con los ojos abiertos. En definitiva, llegó a reunir todas las condiciones para ser un gran artista satírico; también su ración de hambre y de miseria y las necesarias dosis de inconsciencia. Si hubiera tenido dinero, si hubiera sido un espíritu práctico, seguramente le hubiera ido mejor y seguramente se hubiera dedicado a otra cosa. No nos compadezcamos, seamos egoistas y felicitémonos porque haya seres así, con esa vocación por la equivocación, tan arraigada.

En un estupendo manual que habría que reeditar destinado a dar a conocer a los jóvenes la profesión de humorista, Chumy Chúmez se pregunta qué cosa es el humor y qué mineral, animal o cosa es un humorista, e intenta encontrar una definición no ridícula a estos conceptos tan mal explicados para que ningún lector despistado se lleve a engaño y malogre su carrera pudiendo mejor dedicarse a la prótesis dental o a la ingeniería nuclear. Cuando quiere poner un ejemplo de humorista, Chumy cuenta una anécdota que se refiere a Serafín, aunque por delicadeza evita mencionar su nombre.

Hace un par de años un conocido humorista tuvo que ser operado. Le amputaron una pierna que según no sé qué trámites legales debía ser enterrada y no incinerada como se solía hacer anteriormente. Al humorista le daba lo mismo que enterrasen o que incinerasen su pierna, pero su desdén se quedó aterido cuando le dijeron el precio del entierro, no sé si con funeral o sin funeral. El humorista confesó que no tenía dinero para pagar el entierro de su pobre pierna. Así, como lo oyen. Y en el hospital no querían una pierna medio podrida que no servía ni para un mal trasplante. La situación era angustiosa y cómica al mismo tiempo. El humorista, dando una gran prueba de humor macabro, tuvo grandes alardes de ingenio, que culminaron cuando dibujó su propia pierna corriendo por una calle mientras gritaba alegremente: «¡Al fin sola!»
Si el humorista no tenía dinero para enterrar su pierna, que cabe, si se dobla un poco, en una caja de galletas, imaginad lo que le esperaba al resto del cuerpo en el futuro. Hubo que hacer una subasta para obtener fondos y ayudar al humorista.
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Hasta aquí el episodio de la pierna. Pero voy a copiar un poco de lo que sigue, impulsado por mi velocidad taquimecanográfica, para que sirva de lección a los aspirantes a humorista y como homenaje al talento de Chumy y a sus incomparables dotes pedagógicas.

La historia es verdadera. Por eso no se sorprendan si en una reunión de humoristas, que son casi todos como la cigarra del cuento, sólo oyen hablar de la jubilación que les espera como autónomos y de la conveniencia de visitar al señor ministro de Trabajo, para que disponga en los Presupuestos Generales del Estado de algunos fondos para los humoristas en la miseria. Los humoristas también hablan constantemente de las inmensas fortunas que habrían podido acumular si hubiesen trabajado en los Estados Unidos de América, donde se supone que todos los humoristas son ricos y tienen maravillosas residencias en las orillas del Pacífico. Y además haciendo solamente un chiste al mes y no cuatrocientos como hacemos nosotros para poder comprar crecepelo para las encías de nuestros pobres hijitos.
Es cierto que algunos humoristas españoles están libres de ese pavor a la pobreza y al olvido, pero son los menos. Son aquellos que han conseguido el derecho a ser llamados “el genial humorista”, máximo honor que pueden alcanzar en vida tales sujetos.
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Se pueden decir muchas cosas de Serafín, y en otro momento habrá que decirlas, y por supuesto se pueden decir muchas más cosas de la profesión de los humoristas. Y si no se hace, por algo será. Quizá porque ahora llamamos humoristas a unos sujetos que repiten por televisión tristes gracias copiadas del espectáculo del bombero torero. No es ese humor del que estamos hablando. Tenía más ambición, más riesgo y más mérito el bombero torero. Nuestros humoristas no se venden por (poco) dinero, no aspiran a resultar graciosos, no sirven para distraer nuestro descontento, nos obligan a pensar. Como diría el poeta, nuestros humoristas no son nuestros ni de nadie, ni suyos siquiera. En el mundo idiota que nos estamos fabricando esta gente, es natural, no tiene mucho sentido. Por eso parece ser que están cayendo de dos en dos, de tres en tres, como moscas, porque las moscas –como sabía muy bien otro enorme humorista desertor, Augusto Monterroso– tienen mucho que ver con el humor y con los humores. Como las moscas, los humoristas son indestructibles. Los que se van simplemente se toman un respiro y dejan el camino libre a los que vienen. No hay dinero para tantos. ¿Y dónde se van los que se van? ¡Ah, misterio! Oigamos a Serafín:

No es tan fea la muerte como la pintan. Durante el estúpido telefilm vital la muerte es un miedo abstracto, infantiloide. Una vez saltada la barrera y secas las pilas de todos los timbres que soléis tocar –trance por lo regular más sencillo que sacarse una muela o retratarse para el carnet de identidad– ya todo nos importa un símbolo fálico. Sencillamente porque «allí» no pasa nada. Y si pasa algo, si hay otro mundo, por favor dejadme que sea éste que os pinto jacarandoso y albinegro, sin solemnidades de Alá o Buda o el que Sea. Dejadme que sea esta verbena huesinilla en la que un viejecillo –¿Juan Simón?– pone una soleá de fondo.

«Azafata de Caronte
¡Que te busquen en mis cuencas
drogadictas de horizonte!»
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Vicente Ferrer
Valencia, julio 2003


(1) Humor gráfico español del siglo XX. Libro RTVE nº 46, Biblioteca básica Salvat, Salvat editores – Alianza editorial, Madrid, 1970
(2) Chumy Chúmez: Ser humorista. Monografías profesionales nº 132, Fundación Universidad-Empresa, Madrid, 1988
(3) Serafín: prólogo a ¿Por qué ríen las calaveras? Ediciones de bolsillo nº 484, Barral editores, Barcelona, 1976

Ilustración: Dipsómana, dibujo de Serafín incluido en el diccionario Mis primeras 80.000 palabras (Media Vaca, 2002).