Zaragoza de José Luis Cano
Antes de que editáramos Zaragoza, había visto de Cano, sobre todo, sus famosos libritos dedicados a personajes ilustres de Aragón. Solía comprarlos cuando los veía en librerías y, después de conocer personalmente al autor, también me llegaban a casa a través del correo acompañados por unas simpáticas palabras suyas, lo que era motivo de doble alegría. Así pude leer El mago Chomón, y después Don Santiago Ramón y Cajal, y más tarde Miguel Servet y el doctor de Villeneufve, y Odón de Buen, el republicano de los mares, etc. Y también, Una infancia de cine y El esquizoide carácter aragonés, un librito aún de menor tamaño e impreso precisamente a dos tintas. Cuando el cartero me trajo el dedicado a Fernando el Católico, volumen décimo sexto de la colección de Xordica, ya tenía ganas de trabajar con José Luis, y le dije a Begoña: «Pues no va a haber más remedio que encargarle un libro a este hombre».
Desde hacía tiempo le daba vueltas a una colección de libros sobre ciudades que no sería solamente para turistas. La ciudad es el territorio donde ahora mismo se desarrolla la vida de la mayor parte de la gente y donde tienen lugar las grandes historias. La aventura hoy no es sobrevivir a una travesía por el desierto —que ya hay quien recorre como si estuviera en una playa— sino encontrar oportunidades para una vida digna en las modernas ciudades. El Everest, por ejemplo, tiene una población tan importante de escaladores y equipos de televisión llegados de todas partes, que sufre como cualquier gran urbe el problema de la eliminación de basuras. Sacarse una foto en la cumbre, sin que aparezcan en medio otros veinte individuos clavando banderas, añade mérito a la escalada.
Cuando pensaba en estas musarañas con forma de desiertos e himalayas (pensar es gratis), ya sabía que esta colección se iba a llamar «Mi hermosa ciudad» y «Mi hermosa cuidad» (ambos nombres se usan indistintamente), y sabía muchas otras cosas. Por ejemplo, que los autores de los libros serían ilustradores que habrían nacido o residirían en las ciudades respectivas; que las ciudades finalmente escogidas empezarían cada una por una letra, sin posibilidad de repetición, y que la colección sería cerrada: se compondría de tantos libros como letras tiene nuestro alfabeto. Sabía que los libros serían cuadrados, y que puestos todos juntos dibujarían una trama que recordaría la tradicional cuadrícula española que exportamos a América (pensar tonterías también es gratis); y que en cada libro habría elementos de diseño relacionados con el correo postal, ya que cada volumen sería una especie de carta (de amor y de odio) que el autor enviaría a sus lectores. Sabía desde el principio, o por lo menos desde muy pronto, que los primeros títulos estarían dedicados a Buenos Aires, Tokio y Zaragoza, y que el libro sobre Zaragoza lo haría José Luis Cano.
No sólo pensé en él por sus libros sobre aragoneses eminentes, sino porque tras varios encuentros habíamos podido comprobar hasta qué punto José Luis es un excelente conocedor de su ciudad y de sus grandes y pequeñas historias, además de un estupendo guía. El proyecto que le propusimos no era sino un recorrido por la ciudad a través de algunos de sus personajes famosos y anónimos, de los que junto a su efigie se daría una breve semblanza.
Cano es uno de los grandes de la Caricatura, un arte mayor, de enorme importancia en el pasado, que en la actualidad muchos confunden con una fábrica de narizotas. Nada de eso. En Zaragoza hay tantas cosas que me gustan que me cuesta mucho destacar algo en particular, pero no me resisto a apuntar dos detalles. Como cualquier lector puede comprobar —y no me atrevo a decir si es un defecto o una virtud—, Cano es incapaz de sacar feas a las chicas. Por otra parte, considero una genialidad digna de Francisco Goya que el retrato que aparece como comparsa en la semblanza dedicada a Jalón Ángel (una cara familiar por haber sido reproducida hasta el hartazgo durante cuarenta años) se parezca, más que a Francisco Franco, al humorista Andreu Buenafuente.
Estoy convencido de que Zaragoza es mucho más que una estupenda colección de dibujos. La ligazón entre texto e imagen funciona perfectamente, lo que permite acercarse al libro desde muchos lugares, favoreciendo lecturas diferentes. Antes de empezar a dibujar, Cano debía de saber ya cómo iba a resolver las imágenes y qué dificultades iba a encontrar por ese lado; por eso seguramente se concentraría primero en los textos, elaborando una lista de nombres y estableciendo su posible ordenamiento. Cuando le hicimos el encargo del libro, le propusimos que dedicara a la pesquisa sobre personajes todo el tiempo que considerara necesario, porque la documentación recopilada a lo largo de —digamos— un año ayudaría a definir el proyecto. Pues no hubo que esperar tanto. Unos pocos meses más tarde recibíamos por correo una lista con setenta y cinco nombres donde aparecían ya todos los personajes ordenados y con los textos prácticamente definitivos. Recuerdo que leí esa lista de un tirón y que no pude dejar de reírme durante mucho rato. En ese «borrador» estaba ya todo el libro.
La obra impresa apareció muy poco tiempo antes de que se celebrara la Feria del Libro de Frankfurt. Como en años anteriores, alquilamos una paraeta para mostrar al público las novedades de Media Vaca. En lugar bien visible colocamos el libro de José Luis Cano. Aunque la feria no está destinada a la venta de ejemplares sino de derechos, los dos libros que se expusieron desaparecieron rápidamente: uno lo compró una señora que conocía Zaragoza y que, hojeándolo de pie, se lo leyó entero. El otro se lo llevó, con descuento, un editor de cómics de San Francisco como regalo para su mujer zaragozana. Múltiples e inescrutables son los caminos del cierzo.
Vicente Ferrer